Alba Murúa
Cíclica
y profundamente poética. Así resumiría la
nouvelle de Cristian Vitale.
El
tema del tiempo en un pequeño pueblo y más, mucho más. Y claro, eso nos lleva
inevitablemente a Proust. Aunque también a Saer y a Borges, de quienes el autor
–sospechamos- es lector minucioso.
Algunas
lecturas llegan a nosotros diez años después. ¿Tarde? Podría ser en algunos
casos, pero no en este. La novela de Vitale tiene el sabor de lo atemporal y
podría convertirse en un clásico contemporáneo si su autor contase con un
agente literario y una editorial de renombre. ¿Los necesita para reafirmar su
alta calidad? De ningún modo. Esta lectora sólo lamenta que no haya más público
que pueda disfrutarla.
El
pueblo, que es protagonista, recuerda a otros de la literatura latinoamericana.
A medio camino entre la Santa María de Onetti, Comala de Rulfo o Macondo de
García Márquez.
Pero
es Francisco
Madero y a la vez no, claro. Porque está transformado en un espacio de ficción
que trasciende los límites del propio pueblo. No lo conocemos, pero dan ganas
de ir allí y buscar el sabor de cada capítulo en sus calles enarenadas. O esperar el tren que siempre tarda
demasiado, embiste o pasa como un sueño.
El
homenaje a Yupanqui es hondo y misterioso, se habla de la huella sin nombrarla,
y de la música en el silencio. La contemplación se ahonda y dispara certezas
metafísicas: Si no nos ven, ni nos oyen, ¿desaparecemos?...
Están
también los secretos, lo prohibido. El quiebre de las normas rememorado en la
transmutación que provoca el monte.
Hermosos
los adjetivos y adverbios que homenajean a algunos de los preferidos del autor: borgeano,onettisando, cortazariano,
rulfianamente, almafuertianamente.
De
Cortázar recordamos el objeto enfocado y transfigurado, las certezas, las
falsedades de las tomas fotográficas. Y no sólo en su poética, sino en una
extensa tradición de fotografías que roban el alma o capturan al fallecido,
fotografías relacionados con lo recóndito, lo mágico.
En
ese último capítulo, encontramos una reflexión acerca de los límites de la
palabra:
“… además uno tiene siempre, cuando lo
quiere contar, la horrible e impotente sensación de estar mintiendo, como si
uno dijera, mirá ayer soñé con esto y esto pero en realidad no era esto y esto
sino aquello y aquello y uno lo deja así pero se queda sabiendo que tampoco era
aquello ni aquello sino otra maldita cosa, un eso, un otra cosa, quizá, que se
escapa por todos lados, que nos queda grande diríamos, que se muere en las
palabras, que nace en la noche del sueño y muere en la mañana de la palabra, y
que ya empezamos a detestar porque es como si nos sacara la lengua, como si
vivieran a pesar nuestro o a nuestra costa, sin que los podamos exteriorizar, o
sí, pero a costa de un crimen, a costa de su muerte, qué se le va ser…”
Hay
un arte en la evocación, el perfume eterno de la nostalgia. Lo que fue, lo que
no, lo que quizás.
El
tiempo es claramente circular, no lineal. Y ello se reafirma en un perfecto
final que sostiene el deleite hasta el último párrafo.
Morón, 2021
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