viernes, 18 de junio de 2021

Cuando la magdalena en el té nos transporta a cierto pueblo en un febrero persistente

                                                                                      Alba Murúa 

 

Cíclica y profundamente poética.  Así resumiría la nouvelle de Cristian Vitale.

El tema del tiempo en un pequeño pueblo y más, mucho más. Y claro, eso nos lleva inevitablemente a Proust. Aunque también a Saer y a Borges, de quienes el autor –sospechamos- es lector minucioso.

Algunas lecturas llegan a nosotros diez años después. ¿Tarde? Podría ser en algunos casos, pero no en este. La novela de Vitale tiene el sabor de lo atemporal y podría convertirse en un clásico contemporáneo si su autor contase con un agente literario y una editorial de renombre. ¿Los necesita para reafirmar su alta calidad? De ningún modo. Esta lectora sólo lamenta que no haya más público que pueda disfrutarla.

El pueblo, que es protagonista, recuerda a otros de la literatura latinoamericana. A medio camino entre la Santa María de Onetti, Comala de Rulfo o Macondo de García Márquez.

Pero es Francisco Madero y a la vez no, claro. Porque está transformado en un espacio de ficción que trasciende los límites del propio pueblo. No lo conocemos, pero dan ganas de ir allí y buscar el sabor de cada capítulo en sus calles enarenadas.  O esperar el tren que siempre tarda demasiado, embiste o pasa como un sueño.

El homenaje a Yupanqui es hondo y misterioso, se habla de la huella sin nombrarla, y de la música en el silencio. La contemplación se ahonda y dispara certezas metafísicas: Si no nos ven, ni nos oyen, ¿desaparecemos?...

Están también los secretos, lo prohibido. El quiebre de las normas rememorado en la transmutación que provoca el monte.

Hermosos los adjetivos y adverbios que homenajean a algunos de los preferidos del autor: borgeano,onettisando, cortazariano, rulfianamente, almafuertianamente.

De Cortázar recordamos el objeto enfocado y transfigurado, las certezas, las falsedades de las tomas fotográficas. Y no sólo en su poética, sino en una extensa tradición de fotografías que roban el alma o capturan al fallecido, fotografías relacionados con lo recóndito, lo mágico.

En ese último capítulo, encontramos una reflexión acerca de los límites de la palabra:

“… además uno tiene siempre, cuando lo quiere contar, la horrible e impotente sensación de estar mintiendo, como si uno dijera, mirá ayer soñé con esto y esto pero en realidad no era esto y esto sino aquello y aquello y uno lo deja así pero se queda sabiendo que tampoco era aquello ni aquello sino otra maldita cosa, un eso, un otra cosa, quizá, que se escapa por todos lados, que nos queda grande diríamos, que se muere en las palabras, que nace en la noche del sueño y muere en la mañana de la palabra, y que ya empezamos a detestar porque es como si nos sacara la lengua, como si vivieran a pesar nuestro o a nuestra costa, sin que los podamos exteriorizar, o sí, pero a costa de un crimen, a costa de su muerte, qué se le va ser…”

 

Hay un arte en la evocación, el perfume eterno de la nostalgia. Lo que fue, lo que no, lo que quizás.

El tiempo es claramente circular, no lineal. Y ello se reafirma en un perfecto final que sostiene el deleite hasta el último párrafo.

 

 

Morón, 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

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