viernes, 18 de junio de 2021

Cuando la magdalena en el té nos transporta a cierto pueblo en un febrero persistente

                                                                                      Alba Murúa 

 

Cíclica y profundamente poética.  Así resumiría la nouvelle de Cristian Vitale.

El tema del tiempo en un pequeño pueblo y más, mucho más. Y claro, eso nos lleva inevitablemente a Proust. Aunque también a Saer y a Borges, de quienes el autor –sospechamos- es lector minucioso.

Algunas lecturas llegan a nosotros diez años después. ¿Tarde? Podría ser en algunos casos, pero no en este. La novela de Vitale tiene el sabor de lo atemporal y podría convertirse en un clásico contemporáneo si su autor contase con un agente literario y una editorial de renombre. ¿Los necesita para reafirmar su alta calidad? De ningún modo. Esta lectora sólo lamenta que no haya más público que pueda disfrutarla.

El pueblo, que es protagonista, recuerda a otros de la literatura latinoamericana. A medio camino entre la Santa María de Onetti, Comala de Rulfo o Macondo de García Márquez.

Pero es Francisco Madero y a la vez no, claro. Porque está transformado en un espacio de ficción que trasciende los límites del propio pueblo. No lo conocemos, pero dan ganas de ir allí y buscar el sabor de cada capítulo en sus calles enarenadas.  O esperar el tren que siempre tarda demasiado, embiste o pasa como un sueño.

El homenaje a Yupanqui es hondo y misterioso, se habla de la huella sin nombrarla, y de la música en el silencio. La contemplación se ahonda y dispara certezas metafísicas: Si no nos ven, ni nos oyen, ¿desaparecemos?...

Están también los secretos, lo prohibido. El quiebre de las normas rememorado en la transmutación que provoca el monte.

Hermosos los adjetivos y adverbios que homenajean a algunos de los preferidos del autor: borgeano,onettisando, cortazariano, rulfianamente, almafuertianamente.

De Cortázar recordamos el objeto enfocado y transfigurado, las certezas, las falsedades de las tomas fotográficas. Y no sólo en su poética, sino en una extensa tradición de fotografías que roban el alma o capturan al fallecido, fotografías relacionados con lo recóndito, lo mágico.

En ese último capítulo, encontramos una reflexión acerca de los límites de la palabra:

“… además uno tiene siempre, cuando lo quiere contar, la horrible e impotente sensación de estar mintiendo, como si uno dijera, mirá ayer soñé con esto y esto pero en realidad no era esto y esto sino aquello y aquello y uno lo deja así pero se queda sabiendo que tampoco era aquello ni aquello sino otra maldita cosa, un eso, un otra cosa, quizá, que se escapa por todos lados, que nos queda grande diríamos, que se muere en las palabras, que nace en la noche del sueño y muere en la mañana de la palabra, y que ya empezamos a detestar porque es como si nos sacara la lengua, como si vivieran a pesar nuestro o a nuestra costa, sin que los podamos exteriorizar, o sí, pero a costa de un crimen, a costa de su muerte, qué se le va ser…”

 

Hay un arte en la evocación, el perfume eterno de la nostalgia. Lo que fue, lo que no, lo que quizás.

El tiempo es claramente circular, no lineal. Y ello se reafirma en un perfecto final que sostiene el deleite hasta el último párrafo.

 

 

Morón, 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Detrás de la esquina (audiovisual)

Audiovisual realizado por La azotea de Hilda (Luciana Fontana, dibujos; Caro Arana y Leo Dameno, edición; Cristian Vitale, texto y voz)

martes, 25 de enero de 2011

De espaldas. Las vueltas del tiempo

Por Leandro Andrini

Me encontré De espaldas en una librería donde el azar cambió las elecciones de lectura; y pude leer el pueblo donde crecí, página a página, no en busca de verosimilitud ni de verdad, sino a través de una multiplicidad que bien escapa al arbitrio que liga referente-significante-significado para crear un pueblo nuevo, para fundarlo (es probable: en las márgenes).
A pesar de ello, no pude escapar a la tentación de ver la esquina de la casa de la señora Chicha, caminar –en febrero a las dos de la tarde- por las arenas del boulevard de la avenida Hansen hacia la estación, sentir la estridencia fantasmal de un tren, ver la llanura que ha adiestrado nuestros ojos para simplificar al infinito… Ese sustrato de realidad que permea en muchas ocasiones nuestra imaginación o nuestro pensamiento, aunque el relato se aparta de esa realidad tangible, concreta, que -sin suprimirla- la sublima. De espaldas: un pueblo fundado: “de espaldas”…
A esta altura de la historia aun no sigue siendo vano desmarcarse de esa idea del principio de superposición, del todo como suma de las partes, o en su defecto que una obra tampoco puede ser analizada a través de los emergentes. De todas maneras para aquellos para quienes  –como yo- la literatura es una afición puede que lo que restallen sean las emergencias, y que se resbalen algunas de las líneas de las sutilezas, que se quiebren las ramas del árbol genealógico, y tantas otras cosas… Me quedaré con algunas emergencias, del todo complejo constitutivo.
Estaba leyendo De espaldas con cierta idea de circularidad (hay algo de ruinas circulares a la Rulfo en "El pozo" y "Herminio H.", dos relatos que me impactaron por el manejo del tiempo -ausentarlo, abstraerlo- en ese personaje clausurado por la relación modernidad/civilización), pero se me rompió (desconsoladamente) en "De espaldas" (¡magnífico relato-ensayo sobre las fotos, sea desde la literalidad con la que se puede leer como desde todo lo metafórico abordado palabra por palabra! Un verdadero caudal de multiplicidades).
Esa circularidad se rompió en un pasaje que es una especie de principio de incerteza, donde una mujer mira (de espaldas al observador) alguna de las siguientes fotos: la de su padre muerto o las de sus dos hijos "infantes". Ahí, en esa mirada, está lo que no vuelve, y el tiempo aparece en su dañina versión entrópica. Subyace en toda esa imagen una ambigua idea de la relación trascendencia/intrascendencia, que tiene algo angustioso o desgarrador. La hija-madre, como frontera o a mitad de camino, “de espaldas” y a mitad de camino. Y la estación o el paraje, dramáticamente se asocian con la voz clausurada de "Herminio H." que con simpleza manifiesta andar “de paso por acá”. Metafísica profunda la de esos paisanos que, desfasada en mirada, legan una manera de ver en distintas perspectivas, las que corrompen la urbanidad en su pretensión iluminista-moderna, y desatan el nudo interpretativo al que nos vamos acostumbrando.
De pronto, leyendo De espaldas, me di cuenta de que la relación que tiene el lector con el libro, en tanto un tercero observe es para ese tercero de espaldas. Un "cara a cara" libro-lector crea entre ellos un vínculo de espaldas a todo lo demás.
“De espaldas”: lo eterno o el infinitésimo de las catorce que desfasa respecto del tiempo del reloj (no hay que esperar la campanada ¡porque no hay medida!). “De espaldas” horada la trivialidad del instante sin que por ello éste pierda su condición… hay sí algo interesante: lo eterno o lo absoluto requieren en este caso de un origen: De espaldas vuelve a la semilla y funda en el pueblo el pueblo “de espaldas”.

viernes, 31 de diciembre de 2010

De espaldas.Un libro más de la serie de la literatura mística

Por Manuel E. Cimadamore

Cristian a veces cuenta cosas de las que luego se arrepiente, o meramente se avergüenza. Eso me consta. Se avergüenza, creo, en el momento póstumo en el que adivina el sujeto tácito de sus predicaciones. Se enrojece, sospecho, a escondidas, cuando cae en la cuenta de que sus palabras fueron más entendidas al ser oídas que al ser dichas. Que quien las oyó entendió más, o antes, de lo que él mismo había entendido al anunciarlas. Esta es la introducción a una breve anécdota por él y a él referida.
     De la librería que queda en calle 7, en La Plata, le habían anunciado que se habían vendido un par de libros. Allá salió él, entonces, ufano, a reponer el faltante. Mochila roja adolescente, bermudas grises semisport, ojotas negras, y cinco libros para el futuro. En la librería, veintisiete cuadras después, le comunican el error. No se ha vendido ninguno. Está bien con los que tenemos, gracias. Y Cristian guardó todo, pero todo, y se fue.
     Camino a casa decidió reparar la injusticia. Había que darles lectores a esos libros engañados. Y tuvo una idea. Se desvió hasta Plaza Moreno, miró esa geometría como un delincuente, se sonrió con la idea de la aventura y lo hizo. Dejó, prolijos en los bordes, un libro en cada una de las cuatro enigmáticas estatuas que custodian la plaza y aspiran a la Catedral. Ya encontrarían sus lectores allí. Pero quedaba uno. La resolución, no por obvia, fue menos jugosa. Ya en la casa de Dios, detrás de un cartel de prohibido pasar ascendió una breve escalera que lo dejaba en el silencio de la intimidad de las bambalinas del altar. Se agachó levemente para pasar una soga y llegar a él. Sobre el mármol blanco quedó el último de los libros ajusticiados. Estaba frente a un Cristo y estaría, pensó, si Dios quiere, frente a algún improbable Cardenal. De espaldas, decía, con sus blancos, grises y negros y su nombre estampado abajo. Y se fue.
     La escena es sencilla pero fue referida con tono épico. Lo cual me exigió un trabajo de decoro para no desparramarle la experiencia. Fui cauto y le mentí. Quiero decir, omití decirle de la nimiedad inocente del gesto. A él le duró la alegría.

     Días después entendí que, por esas horas, el debía de estar coloreado por la vergüenza. Porque habría ya entendido. Esa aventura pseudo robinsoneana de dejar libros propios en el espacio público no carecía de sentido. Y el sentido a él le producía escalofrío y desamparo. Lo primero porque lo descubría. Lo desarropaba. Lo segundo también.
    
     Si no hubiera lírica en su modesta épica, los libros hubieran sido depositados en las salidas de las facultades, de algún museo, de una librería incluso o del Teatro Argentino. Pero los cinco libros habían participado del misterio y del mito que envuelven a la casa de Dios. Un libro que miraba a la estatua, que señalaba a la Catedral, que señalaba a Dios. La lírica viene por el lado del símbolo. Pero también del inconciente. Porque De espaldas es un libro altamente religioso. No busco la polvareda en la afirmación. Lo creo. Y digo más. De espaldas debiera ser leído en la serie histórica de la poesía mística de San Juan de la Cruz, de Sor Juana y Santa Teresa. Esos hombres y mujeres que se vendaron los ojos para ver a Dios. De espaldas es una posición más laica pero no menos ausente. Es preciso no ver al mundo para verlo a Dios.
     Claro que en una versión más profana. Más trabajada por la pérdida de la Fé. Pero no menos esmerada o deseante. A Dios se lo busca en una procesión calurosa hasta la esquina. El debate interno es muy místico. “Seguro que no hay nada”, reza. Para después atisbar jardines, incestos, amores ocultos, o algo más. Porque lo inconfesable nunca se confiesa en el libro. A Dios se lo busca en pozo absurdo, en la propia sombra, en un jazmín, en el monte, en una puesta, detrás del tren, en las vías mismas, en la muerte próxima, en un viejo solo y desterrado y medio fantástico.
     Dios es la terminal de cada uno de los relatos. O, si se prefiere, el telos a donde quiere ir a parar esta novela en collage. Dios es su unidad. No se nombra, es cierto. Pero Cristian tampoco entendió por qué sus libros quisieron ir a parar a las manos de los pontífices de la divinidad y sin embargo hacia allí fueron.

     No niego las lecturas que lo vinculan con la tradición sarmientina. Con la dicotomía de civilización y barbarie. Pero no es menos cierto la participación de este libro en la serie de la literatura mística. Esto no es broma señores. Uno de los personajes del libro (¿hay más de uno?), sigilosa, oculta, vergonzosamente, construía puentes de papel y madera. Un verdadero pontífice de un tiempo menos abstracto. Un hombre al que no le parece menos trascendente el cielo de Madero en Febrero, a las dos de la tarde, que el cielo a secas, o con mayúsculas. 

jueves, 16 de diciembre de 2010

Entrevista a Cristian Vitale sobre el libro De espaldas

Cristian Vitale... y una pequeña puerta blanca innumerada
Por Manuel E. Cimadamore

Con la publicación reciente de su libro de relatos De espaldas, el escritor y músico platense recibe a nuestro cronista y afirma entre mate y mate que su literatura puede ser leída como la reescritura íntima de la dicotomía fundante de la literatura argentina: civilización y barbarie. Que “más que una dicotomía es una fatalidad”.

Llego a la casa de Cristian Vitale. Enfáticamente se me ha señalado que la puerta era “un portón gris, con placa de psicóloga y timbre único”. Con toda esa información no me podía perder. Y sin embargo me perdí. Lo llamé por teléfono (porque el portón estaba pero no atendía nadie) y me orientó. “Mirá para atrás”, yo miré, “¿ves un portón gris, con placa de psicóloga y timbre único?”, asentí, “bueno, al lado, en la puerta blanca, sin numero. Ahí es”.

-         ¡Me diste mal los datos!
-         No, lo que pasa es que mi puerta no tiene número, ni placa, ni timbre. Así que uso como referencia el portón del vecino.
-         ¿Siempre se pierde la gente?
-         Siempre. Es difícil acertar con una puerta tan pequeña y escondida. Pero lo bueno es tener una referencia. Es como en la literatura. Uno siempre anda en círculos, sitiando casi la puerta blanca, pero lo que nombra, porque es lo único que ve, en realidad, es un portón gris, con placa de psicóloga y timbre único.

La charla tomó esos caminos. Vitale gusta de ver en los objetos más anodinos la presencia o la posibilidad, más bien, de nombrar lo secreto, lo “inviolable” según me dijo.

-         Acabás de publicar un libro de cuentos... De espaldas. Un título un tanto misterioso.
-         Sí, es posible. Un título que titula primero un cuento, después todo el libro, pero más aún titula una posición ante el mundo, un modo de estar.
-         ¿Cómo sería eso? o, mejor, ¿de espaldas a qué?
-         Mirá. No me es nada fácil responderte con exactitud, pero en todo caso voy a proceder por aproximación, que es como hago siempre las cosas. Como el portón gris quiero decir. Creo que el libro retoma a su modo la dicotomía sarmientina de civilización/barbarie. No de un modo programático, pero que no deja de ser una lectura muy posible. Y en ese sentido, la última imagen del libro es muy significativa. Un hombre, desvistiéndose progresivamente, alejándose de una ciudad e internándose en una llanura-desierto, de espaldas al narrador que lo cuenta. Quiero decir, supongo que se está de espaldas a lo que la civilización ha venido llamando civilización (en los sentidos más feroces de esta palabra) porque se va camino a lo bárbaro (en los sentidos más ontológicos del término).
-         Una huida
-         Sí, en un punto sí que es una huida. Y bastante desesperada también. Pero huir es ir, también, inevitablemente. Quiero decir, uno escapa de algo pero inevitablemente también escapa hacia algo, y ese algo al que se va es hacia la bárbaro. Lo otro. Lo innombrable. Hacia la puerta blanca sin número.
-         Me decías que el personaje huye y en ese sentido le da la espalda a lo civilizado, pero también viene de ahí.
-         Exacto. Por eso es posible el relato. Porque se viene del signo. En ese punto el libro es profundamente trágico. Estructuralmente trágico, quiero decir. En el sentido del lugar sin salida, el zugswang de Rodolfo Walsh. Pero no en el sentido negativo. Para nada. La fatalidad está en que se huye del signo desde el signo. Se va hacia la desnudez, hacia lo animal, hacia lo más informe del hombre, pero la herramienta es la civilización, es la palabra. En ese nudo trabaja el texto. Pero dejáme que te corrija. No le da la espalda. Está, o incluso es de espaldas, que es bien distinto.

Cristian Vitale es más amable cuando escucha que cuando habla. Una palabra pareciera ir necesitando de otra y es imposible cortar antes del punto y aparte. Aprovecho estos cierres para seguirlo interrogando.

-         En el prólogo del libro decís que, si bien se trata de una colección de ocho relatos independientes, sin embargo puede ser leído como una novela.
-         Sí. Esta es una pretensión mía de la que el lector puede prescindir sin culpa. Pero la verdad es que fueron concebidos de esa manera. Claro que no será una novela en el sentido convencional del término, pero sí en el sentido de una fuerte conexión entre los relatos. Hay referencias incluso de un texto a otro, repeticiones, continuidades incluso. Hay un mismo clima los envuelve a todos. El calor. Siempre o casi siempre son las dos de la tarde, siempre o casi siempre es febrero y siempre o casi siempre hay sol. Y todo ocurre en un pueblo semiinventado llamado Francisco Madero.
-         ¿Por qué ese mes, esa hora, ese pueblo?
-         Porque es lo más íntimo que tengo. Yo pasé todos los febreros de mi infancia (casi digo de mi vida) en Francisco Madero y mi momento preferido siempre fue la siesta. Las dos de la tarde, más precisamente. En un pueblo en el que no hay casi nada nunca, a esa hora te podés imaginar. Era un mundo todo mío. Después de haberme dado ese lujo, el de un mundo literalmente para mí, cómo no contarlo en un libro. Es quizá lo único que poseo.
-         O sea que el libro puede ser leído como una autobiografía...
-         En un punto sí, pero te podrás imaginar que un mundo tan privado no puede hacerse público. Contra ese flagelo, el de la verdad a secas, existe el recurso de la mentira. Una mentira que no es ni bien ni mal intencionada. Pero no carece de intención. Esa intención es la que ya dijimos. Decir la experiencia más íntima. Ir hasta el fondo. Nombrar eso que callamos siempre. Usar la literatura para acercarnos a un auto-conocimiento, que de lograrse, se vuelve conocimiento a secas.
-         Suena bien
-         Sí, es cierto. Eso me hace dudar. Bueno... sé lo que estás pensando. Yo también. Mentir es también un placer mundano que todos  nos queremos dar. Además nos vamos acercando de a poco a la imagen que nos gustaría sea la nuestra.

Cristian Vitale vuelve a la serenidad del comienzo. Me pasa un mate que convalece sobre el mantel blanco que cubre la mesa de madera. Me dice que le recuerdo a una persona que él conoce mucho y quiere. Por el tono (yo no me animo a preguntar) supongo que esa persona ya no está. O está en otra parte, quién sabe. Para sacarlo de su obstinación en un pájaro que se ha posado en el cable de electricidad que cruza su ventana, le hago una pregunta que él, sin embargo, parece estar esperando.

-         ¿Por qué escribís?
-         Qué curioso. Esa misma pregunta le hice yo, tiempo atrás, al querido Gabriel Báñez. Me dijo algo hermoso. Se citó en realidad a sí mismo, según luego supe leyendo sus libros: “Hay un territorio en el que uno deja de sentirse discapacitado”.... y yo me quedé como vos ahora...
-         Mudo
-         No. Sintiendo lo mismo. Repasando mentalmente cuál era mi territorio sin bastones ni ortopedias. Es eso. Se escribe, entre otras cosas, para olvidarse momentáneamente de las taras que nos constituyen. Es un ejercicio de la desmemoria, en ese sentido.
-         ...
-         Claro que la ilusión dura lo que dura esa soledad creadora. Después está el encuentro con los otros. Los otros son siempre salvajes inclementes que nos acusan todo el tiempo y nos culpan de una falla que se elije tanto como el color de ojos.
-         Esa frase de Báñez es uno de los epígrafes del libro. ¿Báñez ha sido una influencia fuerte?
-         Bueno. Lamentablemente no. Conocí a Gabriel después de haber escrito la casi totalidad de los cuentos que, mucho tiempo después, se convirtieron en este libro. Quizá lo sea del próximo, si es que no publico algo más viejo aún, una selección de poesías. Pero el libro creo que tiene los ecos de otros autores que ojalá no salga desfavorecidos en la foto. Y ojalá también la foto no sea muy fiel, porque eso querría decir que no habría fotógrafo. Pero eso compete al lector. En todo caso te podría nombrar algunos autores por los cuales me gustaría haber sido influido, caso Saer, Onetti, Rulfo, Ocampo...
-         ¿Encontrás algo en común entre esos autores?
-         Creo que coinciden en la indecisión entre lírica y épica. El caso de Silvina Ocampo, por ejemplo. ¿Son cuentos los que escribe o poesía en prosa? Se podría versificar todo Saer, con Rulfo se ha hecho admirablemente por Emilio Pacheco, y Onetti maneja el lenguaje como mi abuelo el martillo. En todos el lenguaje es en sí mismo primero y luego un medio de comunicación. Esa tensión me subyuga, me encanta.
-         ¿Y Borges?
-         Borges ya es más de los diccionarios que de la literatura. Borges ya entró en la lengua. Hoy escribir como Borges es más fácil que escribir distinto a él.

Antes de irme me aturde con otro mate amargo. Por cortesía o por timidez, no me animé a decirle nunca que yo no tomaba mate. Me acompañó hasta la puerta de calle y me preguntó cuándo vendría el fotógrafo. Después de responderle me quedé pensando qué dirección le pasaría al fotógrafo. La verdad era desconcertante. Difícil de nombrar. La puerta era en verdad inhallable. Al día siguiente recibí un llamado furioso. ¡Me diste mal la dirección! Pero la explicación ya había sido dada por el propio fotografiado. El portón gris, con placa de psicóloga y timbre único era la única manera de llegar a la pequeña puerta blanca innumerada.

En Francisco Madero nada es lo que parece

 Por Evangelina Caro Betelú 

          Cuando me acerqué por primera vez a una obra de Cristian Vitale no fue a su literatura. Fue a su música. Y yo que nunca había disfrutado del folclore, me vi inmersa en un mundo propio de cuerdas y soplos que me abstrajo de un viaje caótico por la 9 de julio para depositarme con rítmica suavidad en mi destino de entonces. Desde ese día, la música de Cristian no se bajó de mi auto.
            Y cuando comencé a leer su libro De espaldas, este que nos convoca, supe que era insoslayable la conexión entre el músico y el escritor. Me encontré con una prosa rítmica, con la alternancia de la armonía y lo disonante, con una cadencia que nos transporta a un mundo nuevo de tan viejo, irreconocible de tantas veces mirado, sorprendente de tan rutinario.
            De eso se trata crear, de darle la posibilidad a otros de transitar mundos nuevos, llenos del asombro de la mirada fresca del creador que es el que tiene el don de “hacer ver”. Los libros son en ese sentido, fisuras en la realidad, grietas por donde los lectores se asoman para espiar lo que hay del otro lado de esa estructura tan ordenada y cósmica en la que viven a diario sus diarias vidas, y así poder atisbar algo del caos.
            Pero los escritores no son tontos, no ofrecen el caos en su envase original, que espantaría al primero que se asome, como aquel desprevenido Borges que espía ese Aleph milagroso en el sótano de Carlos Argentino Daneri, tan vulgar él, tan pretencioso, pero poseedor del todo en su escalera subterránea. Ese Borges sabe que no puede contar el caos de otra forma que con el lenguaje, lógico, sincrónico, pero poderoso por su evocación, por su metáfora. El escritor nos tienta a poner veinte centavos en la ranura y viste de lenguaje estático lo que en el fondo no para de moverse.
            El lector sabe ya a esta altura que espiar tiene sus costos, que no se sentará cómodamente mientras apoya su cabeza en el sillón de terciopelo verde, porque Cortázar ya nos advirtió que esa literatura cómoda nos puede acuchillar por atrás, nos mostró que es preferible la rayuela, la alternancia, que lo disonante puede ser arte, que la desfachatez de la Maga puede construir mundos más vivos y reales que los de Horacio. Más vivos y más peligrosos también. Pero, el que no arriesga no gana. Pasen y vean. Atrévanse a vivir en las masmédulas.
            Esto hace Cristian Vitale, con su prosa, fluida, abarcadora, llena de detalles que vuelven lúcida una realidad oscura e inasible, para presentarla al lector y proponerle de esta forma su complicidad. Que es la complicidad de la creación, nada menos. Cuando Cristian abre el juego, está llamando al lector a que colabore, a que construya junto a él los sentidos que se han fugado de ese mundo aparentemente quieto, casi fijo, casi ágrafo, que es el territorio en donde sitúa sus cuentos.
            Es el mundo propio y a la vez ajeno del autor de estos relatos. Un pueblo llamado Francisco Madero. Y digo propio, como sinónimo de originario (allí nació, Cristian Emanuel, un 16 de febrero, según lo afirma la solapa), y ajeno porque al insertarlo en el ámbito de la ficción se desprendió de la geografía argentina para implantarse en las páginas de su literatura. Entonces aunque Francisco Madero es real, no lo es más que el Macondo de García Márquez, la Comala de Rulfo o la Santa María de Onetti.
            Y que se haya desprendido de la geografía argentina no quiere decir que se mantenga ajeno a las dicotomías que han forjado nuestra historia política. Esto de “civilización versus barbarie” que nos condenó a pensar un país escindido, en donde los buenos debían exorcizar lo bárbaro, lo que no tenía lengua articulada, como una especie de superhéroes de capa y espada. En Francisco Madero se perfila esa barbarie que quiere brotar porque ha sido coartada, tapada, se ha convertido en tabú, y amenaza con surgir de la manera más primitiva, más originaria y genuina.
            Madero atraviesa el libro y lo unifica, lo abarca como territorio de la ficción y como garantía de la verosimilitud de las anécdotas que se cuentan. Sin embargo, lo verosímil no es lo verdadero. Y el autor podrá jugar así un juego con el lector que cree reconocer aquello que ve pero esto es una ilusión que ocupa sólo un momento.
            Las cosas no son lo que parecen en Madero, las esquinas, los pozos, las piletas de natación, las vías del tren, los montes, las fotografías, son espacios de límite o de pasaje, en donde el lector cree hacer pie y termina cayendo. Así, la frase inicial del primer cuento empieza a tejer el engaño: “Seguro que no hay nada. Vas a ver. Estos pueblos de provincia siempre igual.” Y el lector se lo cree, piensa que nada puede ocurrir allí que no sea ver la arena volando, los campos extendiéndose, y la gente con sus rituales mínimos y repetitivos.
            Sin embargo, en la quietud cuando ya nadie espera nada (ni siquiera a veces, una palabra) cuando los personajes saben que aguardan solos un destino que los esquiva, como el tren que ya no pasa pero dejó como rastro eterno las vías inútiles, algo renovador, originario, vital y muchas veces ominoso, algo vivo diría yo, surge para instaurar otro tiempo y otro espacio.
            El lector asiste a estas revelaciones mínimas con el mismo asombro que los personajes, pero a diferencia de ellos, persiste en el asombro. Los personajes, en cambio vuelven a sus vidas como si nada hubiera pasado, como si el sol no hubiera revelado su secreto, como si el monte no fuera el espacio del ritual animal, como si el tren no hubiera abierto sus fauces.
            Porque en este pueblo donde en verano “el tiempo es aire y el aire está quieto”, parece haberse instalado una fuerza central que perpetúa en el letargo sostenido a los viven allí: los que se fueron se sienten culpables y los que llegan lo hacen en calidad de desterrados. Nadie que no haya estado ahí podrá ver el mundo de color naranja. Pero verlo, tiene su precio. Porque allí, donde el mundo se ve naranja, el agua se ha enmohecido en las piletas, los pozos manan aguas estériles, los jazmines se han puesto marrones. El lector toma entonces una decisión: quiere ser parte de esa hora naranja en que lo inverosímil se vuelve cierto. Allí en Francisco Madero, aquí en las páginas de Cristian Vitale. Y empieza por tomar un punto de vista según las reglas del juego: se sitúa de espaldas, de espaldas a todo.

De espaladas: un libro fundacional

  Por Manuel E. Cimadamore

     Fundacional primero por lo obvio. Funda la carrera narrativa de un hombre. Que se hace autor. Pero no sólo por eso. Fundacional también porque funda un modo, una manera de escribir, que si bien no puede ser distinta a todo, tampoco es igual a nada. Y fundar una escritura es fundar una mirada. Uno lee el libro y tiene la rara sensación de asistir a un comienzo. A un origen. Y fundacional porque funda un pueblo para la Literatura: Francisco Madero. Un pueblo de un interior más bien polisémico. Hecho de capas. Un territorio que abre la boca grande para decir una vocal abierta y la cierra para las emes. Un pueblo, quiero decir, que es también una lengua. Un idioma.
     Todo transcurre allí. Todo en Febrero. A las dos de la tarde. ¿Por qué? ¿Por qué un punto chiquito y vago en las imágenes de los satélites? ¿Por qué un solo punto para la experiencia? ¿Por qué esa hora semidespierta y tonta? ¿Por qué tanto sol si no hay casi nada para ver?
     Fundar de espaldas es incómodo. Es cierto. Pero fundar de frente es una contradicción imperdonable. Porque fundar adrede es impostura, pose. Fundar a sabiendas es un gesto de demagogia. Quien ha fundado a fuego lo ha hecho sin quererlo. Todo el resto más que fuego es artificio. Y si hay algo que le falta a este libro es artificio. Todo es necesidad. En el más triste de los sentidos. Urgencia. Y no es raro. Se busca fundar un sentido. Y dios sabe que es urgente como el pis el deseo de encontrarlo.
     Pero en este país la fundación es pelada y robusta. Y nació en San Juan. La fundación en estas tierras baldías es una mirada civilizada sobre la barbarie. Pero también es una mirada fascinada, deseante, libidinosa, animal, bárbara sobre lo bárbaro. Es decir sobre lo Otro. Y De espaldas ha ubicado el cuerpo hacia lo Otro. Hacia lo Anónimo. Y busca nombrarlo, recuperarlo, relatarlo (volverlo a traer, quiero decir). Para eso se abre la boca. Se saca la lengua, el idioma. Para entenderlo a Facundo. De espaldas es fundacional porque también se llama Facundo. O Faustino. Sí. Mejor.