jueves, 16 de diciembre de 2010

En Francisco Madero nada es lo que parece

 Por Evangelina Caro Betelú 

          Cuando me acerqué por primera vez a una obra de Cristian Vitale no fue a su literatura. Fue a su música. Y yo que nunca había disfrutado del folclore, me vi inmersa en un mundo propio de cuerdas y soplos que me abstrajo de un viaje caótico por la 9 de julio para depositarme con rítmica suavidad en mi destino de entonces. Desde ese día, la música de Cristian no se bajó de mi auto.
            Y cuando comencé a leer su libro De espaldas, este que nos convoca, supe que era insoslayable la conexión entre el músico y el escritor. Me encontré con una prosa rítmica, con la alternancia de la armonía y lo disonante, con una cadencia que nos transporta a un mundo nuevo de tan viejo, irreconocible de tantas veces mirado, sorprendente de tan rutinario.
            De eso se trata crear, de darle la posibilidad a otros de transitar mundos nuevos, llenos del asombro de la mirada fresca del creador que es el que tiene el don de “hacer ver”. Los libros son en ese sentido, fisuras en la realidad, grietas por donde los lectores se asoman para espiar lo que hay del otro lado de esa estructura tan ordenada y cósmica en la que viven a diario sus diarias vidas, y así poder atisbar algo del caos.
            Pero los escritores no son tontos, no ofrecen el caos en su envase original, que espantaría al primero que se asome, como aquel desprevenido Borges que espía ese Aleph milagroso en el sótano de Carlos Argentino Daneri, tan vulgar él, tan pretencioso, pero poseedor del todo en su escalera subterránea. Ese Borges sabe que no puede contar el caos de otra forma que con el lenguaje, lógico, sincrónico, pero poderoso por su evocación, por su metáfora. El escritor nos tienta a poner veinte centavos en la ranura y viste de lenguaje estático lo que en el fondo no para de moverse.
            El lector sabe ya a esta altura que espiar tiene sus costos, que no se sentará cómodamente mientras apoya su cabeza en el sillón de terciopelo verde, porque Cortázar ya nos advirtió que esa literatura cómoda nos puede acuchillar por atrás, nos mostró que es preferible la rayuela, la alternancia, que lo disonante puede ser arte, que la desfachatez de la Maga puede construir mundos más vivos y reales que los de Horacio. Más vivos y más peligrosos también. Pero, el que no arriesga no gana. Pasen y vean. Atrévanse a vivir en las masmédulas.
            Esto hace Cristian Vitale, con su prosa, fluida, abarcadora, llena de detalles que vuelven lúcida una realidad oscura e inasible, para presentarla al lector y proponerle de esta forma su complicidad. Que es la complicidad de la creación, nada menos. Cuando Cristian abre el juego, está llamando al lector a que colabore, a que construya junto a él los sentidos que se han fugado de ese mundo aparentemente quieto, casi fijo, casi ágrafo, que es el territorio en donde sitúa sus cuentos.
            Es el mundo propio y a la vez ajeno del autor de estos relatos. Un pueblo llamado Francisco Madero. Y digo propio, como sinónimo de originario (allí nació, Cristian Emanuel, un 16 de febrero, según lo afirma la solapa), y ajeno porque al insertarlo en el ámbito de la ficción se desprendió de la geografía argentina para implantarse en las páginas de su literatura. Entonces aunque Francisco Madero es real, no lo es más que el Macondo de García Márquez, la Comala de Rulfo o la Santa María de Onetti.
            Y que se haya desprendido de la geografía argentina no quiere decir que se mantenga ajeno a las dicotomías que han forjado nuestra historia política. Esto de “civilización versus barbarie” que nos condenó a pensar un país escindido, en donde los buenos debían exorcizar lo bárbaro, lo que no tenía lengua articulada, como una especie de superhéroes de capa y espada. En Francisco Madero se perfila esa barbarie que quiere brotar porque ha sido coartada, tapada, se ha convertido en tabú, y amenaza con surgir de la manera más primitiva, más originaria y genuina.
            Madero atraviesa el libro y lo unifica, lo abarca como territorio de la ficción y como garantía de la verosimilitud de las anécdotas que se cuentan. Sin embargo, lo verosímil no es lo verdadero. Y el autor podrá jugar así un juego con el lector que cree reconocer aquello que ve pero esto es una ilusión que ocupa sólo un momento.
            Las cosas no son lo que parecen en Madero, las esquinas, los pozos, las piletas de natación, las vías del tren, los montes, las fotografías, son espacios de límite o de pasaje, en donde el lector cree hacer pie y termina cayendo. Así, la frase inicial del primer cuento empieza a tejer el engaño: “Seguro que no hay nada. Vas a ver. Estos pueblos de provincia siempre igual.” Y el lector se lo cree, piensa que nada puede ocurrir allí que no sea ver la arena volando, los campos extendiéndose, y la gente con sus rituales mínimos y repetitivos.
            Sin embargo, en la quietud cuando ya nadie espera nada (ni siquiera a veces, una palabra) cuando los personajes saben que aguardan solos un destino que los esquiva, como el tren que ya no pasa pero dejó como rastro eterno las vías inútiles, algo renovador, originario, vital y muchas veces ominoso, algo vivo diría yo, surge para instaurar otro tiempo y otro espacio.
            El lector asiste a estas revelaciones mínimas con el mismo asombro que los personajes, pero a diferencia de ellos, persiste en el asombro. Los personajes, en cambio vuelven a sus vidas como si nada hubiera pasado, como si el sol no hubiera revelado su secreto, como si el monte no fuera el espacio del ritual animal, como si el tren no hubiera abierto sus fauces.
            Porque en este pueblo donde en verano “el tiempo es aire y el aire está quieto”, parece haberse instalado una fuerza central que perpetúa en el letargo sostenido a los viven allí: los que se fueron se sienten culpables y los que llegan lo hacen en calidad de desterrados. Nadie que no haya estado ahí podrá ver el mundo de color naranja. Pero verlo, tiene su precio. Porque allí, donde el mundo se ve naranja, el agua se ha enmohecido en las piletas, los pozos manan aguas estériles, los jazmines se han puesto marrones. El lector toma entonces una decisión: quiere ser parte de esa hora naranja en que lo inverosímil se vuelve cierto. Allí en Francisco Madero, aquí en las páginas de Cristian Vitale. Y empieza por tomar un punto de vista según las reglas del juego: se sitúa de espaldas, de espaldas a todo.

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