viernes, 31 de diciembre de 2010

De espaldas.Un libro más de la serie de la literatura mística

Por Manuel E. Cimadamore

Cristian a veces cuenta cosas de las que luego se arrepiente, o meramente se avergüenza. Eso me consta. Se avergüenza, creo, en el momento póstumo en el que adivina el sujeto tácito de sus predicaciones. Se enrojece, sospecho, a escondidas, cuando cae en la cuenta de que sus palabras fueron más entendidas al ser oídas que al ser dichas. Que quien las oyó entendió más, o antes, de lo que él mismo había entendido al anunciarlas. Esta es la introducción a una breve anécdota por él y a él referida.
     De la librería que queda en calle 7, en La Plata, le habían anunciado que se habían vendido un par de libros. Allá salió él, entonces, ufano, a reponer el faltante. Mochila roja adolescente, bermudas grises semisport, ojotas negras, y cinco libros para el futuro. En la librería, veintisiete cuadras después, le comunican el error. No se ha vendido ninguno. Está bien con los que tenemos, gracias. Y Cristian guardó todo, pero todo, y se fue.
     Camino a casa decidió reparar la injusticia. Había que darles lectores a esos libros engañados. Y tuvo una idea. Se desvió hasta Plaza Moreno, miró esa geometría como un delincuente, se sonrió con la idea de la aventura y lo hizo. Dejó, prolijos en los bordes, un libro en cada una de las cuatro enigmáticas estatuas que custodian la plaza y aspiran a la Catedral. Ya encontrarían sus lectores allí. Pero quedaba uno. La resolución, no por obvia, fue menos jugosa. Ya en la casa de Dios, detrás de un cartel de prohibido pasar ascendió una breve escalera que lo dejaba en el silencio de la intimidad de las bambalinas del altar. Se agachó levemente para pasar una soga y llegar a él. Sobre el mármol blanco quedó el último de los libros ajusticiados. Estaba frente a un Cristo y estaría, pensó, si Dios quiere, frente a algún improbable Cardenal. De espaldas, decía, con sus blancos, grises y negros y su nombre estampado abajo. Y se fue.
     La escena es sencilla pero fue referida con tono épico. Lo cual me exigió un trabajo de decoro para no desparramarle la experiencia. Fui cauto y le mentí. Quiero decir, omití decirle de la nimiedad inocente del gesto. A él le duró la alegría.

     Días después entendí que, por esas horas, el debía de estar coloreado por la vergüenza. Porque habría ya entendido. Esa aventura pseudo robinsoneana de dejar libros propios en el espacio público no carecía de sentido. Y el sentido a él le producía escalofrío y desamparo. Lo primero porque lo descubría. Lo desarropaba. Lo segundo también.
    
     Si no hubiera lírica en su modesta épica, los libros hubieran sido depositados en las salidas de las facultades, de algún museo, de una librería incluso o del Teatro Argentino. Pero los cinco libros habían participado del misterio y del mito que envuelven a la casa de Dios. Un libro que miraba a la estatua, que señalaba a la Catedral, que señalaba a Dios. La lírica viene por el lado del símbolo. Pero también del inconciente. Porque De espaldas es un libro altamente religioso. No busco la polvareda en la afirmación. Lo creo. Y digo más. De espaldas debiera ser leído en la serie histórica de la poesía mística de San Juan de la Cruz, de Sor Juana y Santa Teresa. Esos hombres y mujeres que se vendaron los ojos para ver a Dios. De espaldas es una posición más laica pero no menos ausente. Es preciso no ver al mundo para verlo a Dios.
     Claro que en una versión más profana. Más trabajada por la pérdida de la Fé. Pero no menos esmerada o deseante. A Dios se lo busca en una procesión calurosa hasta la esquina. El debate interno es muy místico. “Seguro que no hay nada”, reza. Para después atisbar jardines, incestos, amores ocultos, o algo más. Porque lo inconfesable nunca se confiesa en el libro. A Dios se lo busca en pozo absurdo, en la propia sombra, en un jazmín, en el monte, en una puesta, detrás del tren, en las vías mismas, en la muerte próxima, en un viejo solo y desterrado y medio fantástico.
     Dios es la terminal de cada uno de los relatos. O, si se prefiere, el telos a donde quiere ir a parar esta novela en collage. Dios es su unidad. No se nombra, es cierto. Pero Cristian tampoco entendió por qué sus libros quisieron ir a parar a las manos de los pontífices de la divinidad y sin embargo hacia allí fueron.

     No niego las lecturas que lo vinculan con la tradición sarmientina. Con la dicotomía de civilización y barbarie. Pero no es menos cierto la participación de este libro en la serie de la literatura mística. Esto no es broma señores. Uno de los personajes del libro (¿hay más de uno?), sigilosa, oculta, vergonzosamente, construía puentes de papel y madera. Un verdadero pontífice de un tiempo menos abstracto. Un hombre al que no le parece menos trascendente el cielo de Madero en Febrero, a las dos de la tarde, que el cielo a secas, o con mayúsculas. 

2 comentarios:

  1. Y si amigo....seras un escritor de culto...haremos el esfuerzo de difundir tu obra.
    ES un compromiso asumido.

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  2. Porque sé de tus voluntades... Se viene lo mejor, Cristian...
    A difundirlo

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